La biblioteca

Recuerdo perfectamente el primer día que fui a una biblioteca. A la de mi pueblo. Yo tendría entonces unos 9 o 10 años y la biblioteca de mi pueblo era un lugar enigmático. 
La biblioteca estaba encima de un bar. Del teleclub. No hace demasiados años que todos tenemos televisión en nuestras casas, en los años 50 no era normal tenerla, mucho menos en los pueblos, de manera que existían unos lugares llamados Teleclub, precisamente porque tenían tele. Eran bares a los que iba la gente y veía la televisión. Un poco como se hace ahora para ver los partidos de fútbol en esas plataformas de pago. El caso es que en mi pueblo la biblioteca estaba en el mismo edificio que el Teleclub. De hecho hoy en día, que el Teleclub ya ha desaparecido, la biblioteca está exactamente en el mismo lugar que estuvo este bar.
Allí, en el Teleclub, en la planta de arriba, había también una especie de salón de actos, muy desvencijado, con unas sillas de madera y asientos de espuma roja tan típicas de los cines setenteros. Era el "cineclub".
Al cineclub nos llevaba mi padre los sábados por la tarde. Tenías que sacarte un carnet, pagar una mínima cuota y podías ir al cine sábados y domingos y festivos. Los padres no podían entrar. Solo niños y adolescentes. Allí nos juntábamos los niños más inocentes con los gamberros mayores del pueblo que menos ver la película hacían de todo: pegar chicles en el pelo de las niñas, tirar pipas, intentar fumar. Había un policía local, que era "chico para todo" y una de las personas más bonachonas que he conocido, que nos vigilaba, y le hacían cierto caso, pero ya sabemos cómo va esto: por un minuto que estaban callados o tranquilos pasaban media hora dando guerra. Era una forma como otra cualquiera de darte cuenta de lo que era la vida y espabilar un poco. Las películas eran lo peor. Recuerdo que muchas eran de Lou Grant...En fin, malas. Pero eso era lo de menos. El caso es que en el mismo pasillo en el que estaba la entrada al cine, al fondo había una puerta. Tenía un cartel encima: BIBLIOTECA. A mí me llamaba mucho la atención esa puerta al fondo del pasillo que entonces me parecía largo y algo tenebroso. Muchos años después cuando volví por allí me di cuenta de que más que tenebroso era cochambroso y  que lo que en la infancia era un pasillo largo se quedó en una puerta al lado de otra.
Una tarde de sábado, ya no había cine, andábamos la pandilla de amigos dando vueltas por el pueblo, lo que solíamos hacer. Teníamos que tener más de 9 años, edad en la que se hacía la comunión en mi pueblo, porque para ir a la biblioteca desde nuestro barrio teníamos que cruzar la carretera nacional y entonces teníamos terminantemente prohibido cruzar sin un mayor. Los fines de semana se jugaba por el barrio. La biblioteca estaba en la parte de arriba, al final de la Calle Mayor, al otro lado de la carretera, así que si estábamos por esa zona es que ya habíamos hecho la comunión, que era la edad en la que nuestros padres consideraban que ya éramos mayores para poder cruzar solos. Eso o pura comodidad, porque como para hacer la comunión había que ir a catequesis, pues era más práctico dejarnos cruzar que estar todas las tardes del mes de abril pasándonos la carretera. Cosas de antes. Total que andábamos por arriba del pueblo y les dije a mis amigos: - ¡Podíamos ir a la biblioteca! y nos pareció una aventura. Tanto que ni cortos ni perezosos allí que subimos. Cuando llegamos a la puerta, no sabíamos muy qué hacer, así que llamamos. Nos abrió una mujer muy mayor, Sara, y le dijimos: - Venimos a la biblioteca. Nos invitó a pasar y entonces entramos en un lugar donde el silencio casi se podía tocar. Apenas había luz, estaba en penumbra absoluta. Sara, la bibliotecaria, estaba sentada en una de las mesas, pupitres largos corridos, de madera, con una luz individual encima, y esa era toda la luz que tenía encendida. Se intuían las estanterías y los libros. De todos modos yo creo que nosotros no éramos muy conscientes de lo que había allí, ni de lo que se hacía en una biblioteca. Sara encendió una luz general, que en aquel entonces era una luz amarillenta que apenas alumbraba un poco más que una linterna de hoy pero así pudimos apreciar las estanterías y ¡todos los libros! Empezamos a curiosear, en silencio, porque allí no se podía estar de otra manera. La seriedad de Sara y el ambiente lúgubre de la sala parecían dictarnos unas normas de conducta que todos entendimos perfectamente. Recuerdo que me llamó la atención una colección de libros, una enciclopedia, de tomos de color azul. Ese fue el primer libro que yo ojeé en una biblioteca: un tomo de una enciclopedia sobre el Microscopio. Lo cogí y me senté en uno de los bancos de los pupitres y allí estuve viendo insectos a tamaño gigante vistos a través del microscopio. 
No debió de durar mucho nuestra expedición, lo justo para saber qué había tras esa puerta y acabar con el embrujo de que sería algo mágico cuando encendió Sara las luces. 
De todos modos, a mí me fascinó aquel hallazgo. Lo sé porque aún lo recuerdo muy nítidamente en mi mente y porque ayer cuando me desperté recordándolo me puse a llorar de nostalgia por aquellas tardes de teleclub, de cine y de cuando cruzar la carretera para ir a la biblioteca era toda una aventura que si contabas en casa igual te ganabas un castigo por habernos escapado tan lejos solos.